Esto sí es una despedida
He dejado el que alguna vez fue el trabajo de mis sueños.
He pensado en
este momento una y otra vez en los últimos meses. Lo he platicado con amigas y
amigos, pedí ayuda a un consultor filosófico y ha sido mi monotema en terapia.
Al principio, estaba llena de dudas. Quería irme, pero no quería irme. Me
mantuve meses en esa tensión, buscando la forma de quedarme. Después quise
quedarme de otra manera, tomarme un semestre a medias para poder tomar una
decisión ya no desde el enojo sino desde un lugar más reflexivo y reposado.
Cuando me di cuenta de que no había otra opción, de que tendría que marcharme
para siempre y de golpe, quise hacerlo sin esta rabia, sin esta amargura, sin
este resentimiento que estoy sintiendo mientras escribo estas líneas; también
experimento mucha tristeza, pero de esa no siento la necesidad de deshacerme.
Fracasé. Dos años entregándole el alma a un trabajo que terminaron en un
mensaje de texto hipócrita de mi jefe. Alguna vez admiré a ese tipo, lo defendí
cuando otros lo llamaron hipócrita, manipulador, cobarde. Lo creí mi amigo, le
confié mis miedos. Y ahora estoy aquí, sintiéndome enojada, pero sobre todo
sorprendida por mi propia imbecilidad. ¿Cómo fue que no me di cuenta antes?
Aunque, si lo pienso, si me hubiera dado cuenta hace cinco años y no hace seis meses, nunca hubiera tenido este trabajo. Probablemente tampoco sería terapeuta existencial. Esa ceguera me ha costado mucho, pero me ha permitido quedarme lo suficiente para disfrutar también de lo bueno.
Me es difícil creer que estoy escribiendo esto, que estoy viviendo esto. Suena irreal porque choca contra mi propia visión del mundo. Choca tanto con lo que creo que he tenido ganas de vomitar más de una vez en este proceso, que me he quedado horas enteras sin poder sentir nada más que un vacío, sin poder siquiera pensar, que he tenido ganas de salir a prenderle fuego al mundo. Quise incluso justificarlo. Salvar a alguien de ese caos. Decirme que todo esto había sido provocado por una manzana podrida y no por una institución. Llegué al extremo ridículo de querer orillar a una persona a que me dijera “no es mi culpa, yo estoy de tu lado, es sólo culpa de X”. Pero claro, al final fracasé en mi intento de autoengaño.
Duele. Se siente
irreal. Aún ahora, mientras lo escribo. Tengo el corazón destrozado y aun así a
ratos me asalta la idea de que todo esto es un malentendido, que es un chiste
de mal gusto, que no es cierto. Tengo una red de apoyo que agradezco, proyectos
que me muero de ganas de emprender, y aún así hay días que me pongo a llorar de
la nada o me quedo mirando hacia la ventana con la mirada vacía. Y sobre todo,
siento una rabia terrible. Nada me daría más placer en el mundo que fracturarme
todos los huesos de la mano contra la cara de cierta persona. No soy una
persona de venganzas elaboradas. Mi tendencia hacia la violencia irracional es
hacia actos tan simples como ese. Supongo que por eso me resulta difícil
enfrentarme a alguien que es un experto en las venganzas frías y elaboradas. Pero
tampoco soy alguien que realmente se reventaría las manos de esa manera. Soy
más del tipo de fantasear con ello. No me peleo con mis fantasías, porque creo
que esta rabia y estas ganas de golpearlo me permiten saber hacia dónde tengo
que hacer el próximo movimiento: lejos de ahí. Es mi enojo el que me recuerda
que alejarme es lo mejor para mí.
Pero también me
siento triste y esa tristeza es la que me deja con la frustración de un cierre
tan impersonal. Hubiera deseado tener una conversación larga y honesta, para
poder cerrar este ciclo. De haberla tenido, me sentiría más triste que enojada
en este momento. Porque fue un lugar importante para mí.
Hubiera deseado
escribir desde el agradecimiento, desde los recuerdos de las risas y los
momentos de crecimiento personal y grupal. Recordar esos nombres y esas caras
cuando pensara en ese lugar. Darle un último vistazo al edificio. Pensar en las
relaciones rotas no como relaciones que se terminaron por la violencia
psicológica y emocional, sino porque en algún momento nos volvimos tan
distintos que nos fue imposible comprendernos, porque lo mejor para todas las
partes era seguir caminos separados. Irme abrazando la idea de que a veces el
otro es un misterio tan grande para nosotros que nuestros caminos se vuelven
incompatibles. Dejar que el tiempo terminara ese trabajo de duelo y permitirnos
la posibilidad de un futuro en el que el reencuentro fuera alegre y
melancólico. Estaba dispuesta a renunciar a mi odio y a parte de mi rabia por
esta fantasía. Me tomé tres semanas para recuperarme, para poder dejar que
creciera en mí la gana de hacer las cosas de esta manera. No hay nostalgia peor
que añorar lo que nunca, jamás, sucedió (como diría Sabina).
Lo que me topé
del otro lado fue cobardía, hipocresía y un intento de imposición. Sentí a la
rabia crecer de nuevo. La rabia y el vacío. La única diferencia es que ahora ya
no tengo dudas.
No escribo esto
como un ataque a nadie. He evitado colocar nombres precisamente para evitar esa
lectura – aunque claro, habrá lector@s que no los necesiten. Escribo esto
porque creo que es importante tener rituales de cierre.
Hace dos años
escribí una entrada que titulé “Esto no es una despedida”. Una entrada que
marcó el inicio de un ciclo que estoy cerrando con esta. Me pareció apropiado
decir ahora que esto sí es una despedida. Una despedida injusta desde muchos
lugares, pero necesaria. Dejo ese trabajo y ese lugar, pero no a la comunidad
de terapeutas existenciales. He conocido gente maravillosa y brillante hacia la
que experimento un profundo agradecimiento por la amistad que hemos construido
o por los momentos de encuentro que hemos compartido. La fenomenología
existencial nos invita a apropiarnos de nuestra experiencia, pero también a
construir comunidades y relaciones. Gracias a ustedes he comprendido que esta
perspectiva es mucho más que un instituto y que son las diferencias las que nos
permiten seguir en movimiento y seguir escapando de la ortodoxia.
No soy alguien
que crea en agradecer las lecciones amargas de la vida, ni siquiera en hacer de
la amargura una lección. No quiero el consuelo que me daría el cerrarme
emocionalmente y decir “nunca más voy a volver a poner tanto de mí en un
trabajo”. Tampoco la falsedad de decirme “no le des tanta importancia y déjalo
ir, no te lo tomes personal”, porque esto definitivamente es muy importante
para mí y muy personal. Lo que quiero es retomar a Camus. Mirar la roca que ha
caído desde muy alto, desde la cima de la colina, y estar dispuesta a volver a
empujarla.
Si es que hubiera
una lección es la de aprender a levantar de nuevo la misma roca. No la de
regresar allí, sino la de aprender a dejarme el alma en lo que hago. Para mí,
es ahí donde está eso que hace que la vida valga algo. Si no somos importantes,
si somos menos que un grano de polvo en un universo que carece de sentido,
entonces podemos elegir aquello que nos importa. Encontrar algo que amemos y
dejar que nos mate, como decía Bukowski. No me sorprende estar ahora así, por
algo que amo.
Si me duele tanto
es porque ha sido importante. Fue allí donde aprendí a conectarme fuertemente
con una sensibilidad que por varios años consideré perdida. Donde encontré una
pasión por la investigación y la psicoterapia. Y eso ahora me tiene aquí,
escribiendo estas líneas, intentando cerrar un ciclo, atravesando un duelo que
no he terminado siquiera de dimensionar o comprender.
Sé que he
cometido muchos errores en el proceso. Me hago cargo de ellos. Habrá quien diga
que esta entrada es uno más de la lista. Pero esa lista está llena de cosas que
decidí callarme por conservar una paz que se convirtió rápidamente en una
guerra fría. Si es un error o un acierto dependerá de si ha cumplido con su
función.
Esta entrada es
un ritual de despedida. Es un intento por atravesar ese duelo. Es una reflexión
sobre mi propio dolor y mi rabia. Es un performance, entendido a la Ter. Y es,
porque no, una forma de decir “esta es mi actitud natural frente a la situación
que tengo enfrente”, para poder ponerla al servicio de lo que venga a
continuación.
Comentarios
Publicar un comentario