El problema del suicidio
“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el
suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a
responder a la cuestión fundamental de la filosofía” – Albert Camus.
Hace poco me encontré con una discusión en Facebook, dentro
de un grupo de psicólogos, en la que alguien colocaba una pregunta a discusión:
“¿El suicidio es un problema o una solución?”. Como es un tema que me interesa
profundamente, no me aguanté las ganas de entrar en la sección de comentarios.
Lo que leí, debo admitirlo, me decepcionó bastante, considerando que mis expectativas
no eran muy altas tampoco. La mayoría de los comentarios se dedicaban a
invalidar la pregunta formulada, tachándola de sin sentido, e insultando a
quien la había hecho. Incluso quienes le contestaban con alguna opinión un poco
más informada, no desaprovechaban la ocasión para llamarle ignorante, e incluso
irresponsable. Tampoco me aguanté las ganas de contestarle que, en mi opinión,
no se trataba necesariamente de ninguna de las dos, sino que esto dependía de un
montón de factores. Me esforcé en dar una respuesta breve, que reflejara mi
opinión, que fuera amable, y que no desalentara la conversación en torno al
suicidio. Su pregunta me parece perfectamente válida. Y esto tiene que ver con
mi propio sesgo de que hablar sobre el suicidio, incluso si partimos de una
pregunta aparentemente trivial, es algo que deberíamos hacer más seguido.
El suicidio puede ser una solución, dependiendo de a quién
se lo preguntes. Pero es, sobre todo, un problema. Decir que el suicidio es un
problema es todo un statement. Y quiero, por tanto, aclarar a qué me refiero
con esto. El suicidio es un problema en el sentido de que nos plantea una pregunta,
nos pone sobre la mesa una cuestión ante la que tenemos que responder, en la
que nos lo estamos jugando todo: nuestra vida, nuestros valores, ideas,
creencias, libertad, emociones, relaciones. Pone en juego tanto, que nos
conflictúa, nos incomoda, nos hace llorar, reír, callar, temblar, insultar,
alejarnos, acercarnos, nos obliga a responderle, y además, nos da miedo.
El suicidio es todavía uno de los grandes tabús de nuestra
sociedad. Suele ser un tema del que hablamos poco, y cuando hablamos de él,
procuramos hacerlo con cuidado. Hay incluso quienes prefieren eludirlo por
completo, por temor a hacer daño. Sin embargo, es justo este tabú el que nos ha
llevado a toda una serie de mitos en torno al suicidio y a un entendimiento simplista
de este fenómeno. Manteniendo el tabú, nos hemos privado a nosotros mismos de
la posibilidad de reflexionar y de dialogar sobre un asunto fundamental.
Una de las primeras cosas que se nos dice del suicidio es
que quien decide quitarse la vida lo hace (casi) siempre porque tiene algún
trastorno mental, como la depresión, y que si esa persona pudiera pensar con
claridad elegiría seguir viviendo. Esto nos lleva a entender que quien se quita
la vida lo hace bajo un impulso incontrolable, bajo la influencia de una serie
de fallas en sus neurotransmisores, y que por lo tanto deberíamos evitar a toda
costa que llevara a la acción esos pensamientos. Yo creí en esta idea durante
muchos años.
El problema de concebir el suicidio de esa forma es que nos
quita todo poder de decisión como individuos, y nos convence de que frente a la
ideación suicida lo único que podemos hacer es pedir y aceptar la ayuda de
otros. Y ojo, no digo que pedir ayuda esté mal, para nada; sólo estoy
cuestionando si realmente es lo único que podemos hacer. ¿Hasta qué punto somos
víctimas del suicidio, o hasta dónde es una decisión voluntaria? Y si es una
decisión, ¿qué tan libres somos de cambiarla, qué tanta agencia tenemos
respecto a ella? Antes de llegar a este punto me gustaría que retrocediéramos
unos pocos pasos, para ver cómo es que hemos llegado hasta aquí.
Uno de los libros que me ha llevado a cuestionarme la visión
psicopatológica del suicidio es, sin duda, “Miradas sobre el suicidio” de Hugo Francisco
Bauzá. En este libro, Bauzá se dedica principalmente a darnos un recorrido por el
imaginario del suicidio, llevándonos hacia otros momentos históricos y hacia
otras disciplinas. Nos habla, por ejemplo, de cómo el suicidio puede ser visto
como un acto honorable, un acto de rebeldía, un delito contra la propiedad, un
pecado, una obra de arte, una protesta; cómo puede ser el resultado final del dolor
y el sufrimiento, un acto impulsivo, pero también algo bien pensado, una
decisión que se toma con calma, para proteger el honor, para ponerle fin al tedio
de vivir, como un favor a la comunidad, para convertirse en un héroe, para
evitar ser un villano, para huir de una situación peor, y un largo etcétera. La
posibilidad de quitarse la propia vida ha estado allí desde el comienzo de la
historia (y quizá incluso antes) y tanto tiempo ha dado lugar a todo tipo de
razones, emociones, formas de socialización, rituales, legislaciones, tratamientos
e incluso estéticas en torno al suicidio.
Considerando la historia y el imaginario del suicidio con
toda su amplitud, ¿realmente podemos afirmar que nuestra concepción actual del
suicidio como síntoma de un trastorno es la que nos lleva a comprenderlo mejor?
¿Será que hoy en día la enorme mayoría de los suicidas estén deprimidos? ¿Podemos
sostener esta afirmación? Y, la pregunta que me parece más importante, ¿nuestra
concepción actual del suicidio nos lleva hacia donde queremos? ¿Realmente creemos
que lo mejor que podemos hacer frente al suicidio es vigilar a la persona que
manifiesta estas ideas, obligarla a medicarse, quitarle de enfrente toda
posibilidad de llevar a cabo su voluntad y convencerle de que rechace el
suicidio?
Podemos llevar estas preguntas un poco más lejos y
preguntarnos, por ejemplo, si tenemos derecho a impedir que alguien se quite la
vida. ¿Hasta dónde le estamos salvando, y hasta dónde le estamos condenando? ¿Cómo
decidimos quién tiene derecho a suicidarse y quién no? Podemos incluso
preguntarnos, como lo hace Szasz (2002) si tenemos derecho al suicidio. ¿El
suicidio es el resultado involuntario de una enfermedad, o es una decisión
voluntaria? ¿Realmente somos libres de decidir respecto al suicidio?
Al hacer estas preguntas, me percato de inmediato de una
dificultad lingüística, de la que ya hablaba Thomas Szasz (2002). Tengo una
sola palabra para nombrar el acto de quitarse la vida voluntariamente. Y esa
palabra no me permite abarcar todas las experiencias que quiero mencionar.
Parece que la palabra suicidio se me queda corta, me estorba más que ayudarme,
cuando quiero intentar abarcar la complejidad de este fenómeno. Me obliga a
pensar como posible suicida a quien está sufriendo, sin esperanzas, pasando por
un momento de dolor emocional, de desesperación, que no encuentra una salida, que
ha decidido que la única alternativa que tiene es quitarse la vida. Pero
también me obliga a llamar de la misma forma a quien tiene una enfermedad
crónico-degenerativa, que ha vivido ya muchos años y está satisfecho con su
vida pero no desea morir de esa enfermedad, sino que prefiere hacerlo sin dolor
y por su propia mano. Llamamos suicidio a ambas situaciones pero se trata de
dos experiencias muy distintas.
Me percato también de que las respuestas, e incluso la forma
en la que formulamos estas preguntas, depende en gran parte del lugar desde donde
nos coloquemos. No es igual intentar hacerlo desde la postura de alguien que ha
considerado seriamente la posibilidad de quitarse la propia vida, o desde el
ser amiga o familiar de quien se suicida, e incluso verlo con los lentes de la
psicología clínica, de la fenomenología existencial, o de alguna otra
disciplina. Cada postura nos brinda un ángulo distinto no sólo hacia la
respuesta, sino también hacia las preguntas que nos hacemos frente al suicidio.
Preguntarse por cuál es el mejor momento para dejar de vivir no es igual que
preguntarse por cuál debería ser el abordaje terapéutico. Ambas preguntas nos
plantean dos problemas distintos; resolver uno de ellos no implica resolver el
otro. Y, como suele suceder frente a las preguntas, cada respuesta que
encontremos se convierte a su vez en una nueva interrogante.
Referencias
Bauzá, H.F. (2018). Miradas sobre el suicidio. Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica.
Camus, A. (1999). El mito de Sísifo. Madrid: Alianza
Editorial
Szasz, T. (2002). Libertad fatal. Barcelona: Paidós.
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