Reflexión de fin de año

El 2020 ha sido un mal año, por decir lo menos, y el 2021 amenaza con ser más de lo mismo. Allí podríamos terminar el blog de hoy y la reflexión de fin de año. Pero después de cuatro intentos fallidos por escribir una reflexión que pudiera compartir con ustedes me he prometido no ser tan pesimista. Por supuesto que tenía que empezar diciendo lo obvio, porque me parece que no reconocer el elefante en la habitación mientras intentas encontrar en dónde dejaste la llave para poder evacuar la sala es un intento de negar la realidad condenado al fracaso. Claro, tampoco prometo encontrar la llave – a quien quiera salir le aconsejo saltar por la ventana. Aquí vamos a hacer algo bastante más poético: vamos a intentar conversar con el elefante.

Si hay una respuesta a la pregunta de qué fue lo más importante que aprendí este año, tendría que ser una perogrullada (y haber aprendido esa palabra): “la vida es más compleja de lo que parece”, usando la frase de Drexler. No es que yo creyera que la vida fuera un asunto simple, ni que no supiera ya que es algo complejísimo sobre lo cual tengo un nivel de control ridículo, pero hasta este año no puedo decir que lo haya aprehendido, que haya pasado a ser un conocimiento encarnado y sentipensante, en vez de una obviedad intelectual.

Mis propósitos para el 2020 eran en realidad bastante sencillos, los había hecho para salir del paso, como cosas que realmente quería hacer cotidianamente que como metas reales y difíciles de alcanzar. Les comparto algunos: ir tres veces por semana a clases de jiu-jitsu, caminar en vez de usar el auto, aprender a cocinar de verdad, dedicar al menos un fin de semana al mes para conocer la CDMX y otro para ir al teatro. Más que una lista de propósitos parecía un statement del estilo de vida que quería llevar, y tenía como principal objetivo evitar que me encerrara en mi departamento. Lejos de todo eso, hice justo lo que no quería hacer: encerrarme en mi departamento, negarme a convivir con otras personas y eventualmente regresar a vivir a casa de mis padres. Si me hubieras preguntado cuál era mi definición de fracaso en enero, te habría contestado exactamente eso.

El plot twist de esta telenovela es que eso fue lo mejor que me pudo haber pasado este año, porque todas las alternativas eran bastante peores. Perdí solo a dos familiares, y ninguna de ellas estaba contagiada de covid. He podido seguir tomando clases y viendo a mis pacientes. He podido seguir tomando terapia. He encontrado maneras nuevas de relacionarme con mi ansiedad y mis demonios y eso me ha evitado volver a tener ataques de pánico diarios. He podido dormir y mantener un estado de salud que, aunque es peor que el tenía antes de marzo, no me ha resultado inconveniente. He tenido muchísima suerte. Prefiero decir que el 2020 fue el año en el que vi como el 90% de mis planes se derrumbaron uno a uno que decir que fue el año en que vi morir a la gente que amo.

Mi mayor preocupación este año ha sido mi salud y mi bienestar emocional, y el de aquellas personas que quiero. Reconozco que eso me coloca ya en una situación muy privilegiada. De los problemas más serios y graves de este año me he enterado sólo por las noticias. No por ello creo que debamos (no creo siquiera que podamos) ignorarlos, porque si hay algo que nos ha quedado más claro que nunca este año es que los hemos dejado en segundo plano por demasiado tiempo. La violencia en todas sus manifestaciones se ha vuelto peor aún que la misma pandemia, porque está detrás de lo que ha hecho el 2020 un infierno para muchos: un sistema de salud colapsado porque nunca ha sido una prioridad atender gratuitamente a la población ni darle condiciones dignas de trabajo al personal de salud; un sistema familiar que se revela como una amenaza para las mujeres, muchas de las cuales han sido violentadas, violadas, asesinadas, y otras tantas que han tenido que cargar con un doble o triple trabajo; el mismo sistema familiar que violenta a todos aquellos que son diferentes, por su orientación sexual o por su identidad de género, o que son más “débiles” como los niños y los ancianos; una sociedad profundamente dividida que resulta ser terreno fértil para los fundamentalismos; una sociedad que sigue negándole el reconocimiento como seres humanos a un montón de “minorías” que constituyen una mayoría entre todos: personas racializadas, mujeres, la comunidad LGBT+, todos aquellos vistos como “enfermos” y “criminales”, etc.

Ha sido también el año de la desconfianza absoluta en el otro. No sólo porque desconfiamos de quienes caminan a nuestro lado en la calle, más aún si no llevan puesto un cubrebocas o si se nos acercan demasiado, importando poco si los conocemos o no. Desconfiamos también de lo que nos dicen los medios oficiales y de sus cifras, y de la capacidad de nuestros gobiernos para hacer algo para controlar la pandemia. Desconfiamos de la OMS y sus decisiones políticas, como negarse a reconocer a Taiwán para poder aprovechar sus números y su estrategia frente a la pandemia. Hay también quienes desconfían de las farmacéuticas, de las vacunas, de la ciencia, de los medios de comunicación, incluso de las empresas de tecnología. Y si a todo esto le añadimos la velocidad de las noticias falsas y nuestra tendencia a buscar completar lo incompleto, a buscar explicaciones, tenemos un montón de teorías de la conspiración que siguen dividiéndonos todavía más, poniendo una barrera entre quienes creen en ellas y quienes no.

Podríamos continuar con el recuento, pero me parece que con esto es suficiente para poder llegar a la lección que aprendí este año. El 2020 fue un año caótico, que nos recordó que la incertidumbre y la muerte son una parte fundamental de la existencia; más que recordárnoslo, nos lo echó en cara. Y sobre todo, hizo evidente la mentira más grande con la que nos han educado toda la vida: el individualismo. No somos individuos que se relacionan, eligiendo con quién sí y con quién no, qué “dejamos” que nos afecte y que no: estamos juntos en esto y aunque hayamos nacido con la suerte de tener algunos privilegios nunca vamos a tener las suficientes certezas ni vamos a ser lo suficientemente “maduros e independientes” para que lo que suceda en un lugar al otro lado del planeta no nos pueda cambiar todo el tablero. Lo que hago yo le afecta a toda la humanidad y viceversa, no porque yo tenga algo especial, sino porque eso que llamo “yo” es sólo una parte minúscula de un nosotros (podríamos incluso decir que no es sino una fantasía, como nos recuerda Almudena Hernando, pero eso es tema para otro blog). Eso significa que la solución a mis problemas no está [solamente] en mis manos, porque en realidad mis problemas son nuestros problemas, los comparto con millones de seres humanos.

No sé si sea posible dejar el yo y empezar a pensar en el nosotros, dejar atrás esa fantasía de la individualidad, esos propósitos de año nuevo en los que sólo pienso en mí, ni siquiera sé si pueda pensar realmente en el nosotros sin ayuda de un estado de conciencia especial para ello. No sé si algún día logremos una sociedad en la que quepamos todos. Creo que somos demasiados ya y que no nos alcanza nuestra forma de comunicarnos, pero tal vez y sólo tal vez podamos empezar de a poco, tal vez podamos empezar tendiendo puentes hacia el otro.  Tal vez podamos encontrar una forma de estar con el otro y de renunciar juntos a tener el control. Tal vez eso sea sólo una utopía. Pero no deja de ser una utopía que tomo prestada de muchos otros y que hago mía, como el resto de las palabras de esta reflexión de fin de año.

Comentarios

  1. Como de costumbre me parece que llegas a mí fuerte y poderoso. Hablando de clichés FELIZ AÑO NUEVO

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