Reflexiones en el día mundial para la prevención del suicidio
La suicidología tiene razón. Sólo que sus afirmaciones están
vacías de significado para el suicida o suicidario, ya que lo fundamental para
ellos es la absoluta singularidad de su situación, la sittuation vécue,
que nunca es absolutamente comunicable, de forma que cada vez que alguien muere
por su propia mano, o intenta morir, cae un velo que nadie volverá a levantar,
que quizás, en el mejor de los casos, podrá ser iluminado con suficiente
nitidez como para que el ojo reconozca sólo una imagen huidiza. (Améry, 1999, p.
19)
Hoy es el día mundial para la prevención del suicidio. Mientras pensaba si quería o no escribir algo al respecto, me daba cuenta de que este día me genera opiniones encontradas, y una sensación de marcada incomodidad. Por un lado, la prevención del suicidio me parece una tarea que, aunque tenga buenas intenciones detrás, necesitamos cuestionarnos fuertemente; por el otro, es un momento para conversar y reflexionar en torno a la muerte voluntaria y me parece muy valioso tener un día para ello.
Para mí, la muerte voluntaria es uno de esos temas
constantes que vuelven una y otra vez a mi vida, de distintas maneras y en
diferentes grados. Ha pasado de ser algo en lo que me atrevía a pensar muy poco
y hablar todavía menos a ser el tema que saco en cada conversación que me lo
permite. Y algo que he aprendido a lo largo de estos años y de mi relación personal
con el suicidio es que está en todas partes. En el plano de la fantasía, es muy
evidente: novelas, poesía, canciones, teatro, pintura, series, películas, etc. Y
en eso que llamamos “la vida real” es mucho más común de lo que aparenta. Solo
que, para poder verlo, no son nunca suficientes las listas de “señales de
alerta”, ni los síntomas depresivos, ni los test psicológicos, ni las campañas
de prevención al suicidio. Cuando lo vemos allí, hemos dejado ya de mirarlo.
Empecé este texto con una cita de Jean Améry, quien ha
escrito el que, en mi opinión, es el mejor libro sobre el suicidio, “Levantar
la mano sobre uno mismo”. Creo que Améry tiene razón. La suicidología nos ha
dado estadísticas, tipologías, manuales de tratamiento, campañas de prevención.
Es sólo que sus investigaciones, de enorme valor para los profesionales de la
salud mental y de importancia para el público general, no tienen ya ningún
significado para quien está parado entre la vida y la muerte voluntaria. En ese
momento, puede ser que en todo caso alcancen las palabras compasivas y esperanzadoras…
puede ser que no. Puede ser que incluso las palabras de aliento se descubran
vacías de significado y de sentido.
Tal vez la mejor herramienta que tenemos no sean nuestras
palabras, sino una forma particular de silencio: un silencio que nos permita
escuchar la voz del otro.
Algo que nos recuerda Gadamer es que el auténtico diálogo
requiere de apertura frente al otro. Sólo si estamos dispuestos a permitir que
la conversación nos transforme, a no irnos de allí con nuestras opiniones,
creencias, saberes y valores intactos, sólo entonces estamos en condiciones de
entrar al diálogo. Entre dos personas que se hablan sin escucharse sólo hay
monólogo. Exigirle al otro que se abra a nuestra opinión sin hacerlo nosotros,
es intentar adoctrinarle. Para invitar al otro al diálogo no nos queda de otra,
tenemos que estar dispuestos a escuchar. Y mientras más convencidos estemos de
nuestra propia postura, la escucha se vuelve más difícil.
Debo reconocer que a mí el suicidio es un tema que me lleva
fácilmente a tomar una postura. Probablemente a ti también. Tanto si defendemos
que cada persona es dueña de su propia vida y libre de elegir cuándo y cómo
terminarla, como si creemos que la vida humana es tan valiosa que es nuestro
deber protegerla, especialmente si su dueño se encuentra pasando un mal momento
y no puede tomar una decisión clara, es importante que reconozcamos que esa opinión
es tan válida como cualquier otra. Es reconocer que la estadística y la psicopatología
no nos van a alcanzar nunca para comprender al otro, y ponerlas entre signos de
interrogación. Es reconocer, también, que la imposición de no imponerle nada al
otro a la que nos lleva la fenomenología es algo que podemos seguir interrogando.
La muerte voluntaria nos suele dejar con un montón de
preguntas y pocas respuestas. La ciencia nos invita a sacar respuestas, a
obtenerlas en lo cuantificable, a sacudirnos nuestra angustia y protegernos de
la incertidumbre. Pero, ¿podemos realmente evitar la angustia y la
incertidumbre frente al suicidio? ¿O sólo nos estamos protegiendo del dolor frente
al otro, e incluso frente a nuestro propio dolor? ¿Qué tanto podemos acercarnos
a la experiencia del suicidio desde la frialdad, desde una supuesta
objetividad, desde la certeza, desde la Verdad?
No conozco las respuestas a ninguna de esas preguntas. Cada
vez que creo haber contestado alguna, mi solución me rebota de inmediato con un
nuevo problema.
Me pasa lo mismo con la prevención del suicidio. En
ocasiones, evitar que alguien se quite la vida puede marcar una diferencia positiva
en la vida de esa persona, y puede incluso que llegue a agradecerlo y lo vea
como una forma de resignificar el sentido de su vida. En otras, hacerlo es arrebatarle
cruelmente la única salida a alguien que vive en medio de un sufrimiento
insoportable y obligarle a seguir viviendo en su infierno otro rato más. Entre
ambos extremos hay muchos puntos intermedios. Cada persona tiene una situación
particular y única, que amerita una escucha igualmente única. Las
generalizaciones y las estadísticas pueden ser no sólo engañosas -no sabemos
cuántas vidas se han salvado y cuántas se han condenado con el mismo
procedimiento-, sino también pueden cegarnos por completo y hacernos creer que nuestra
postura es la única verdadera.
Te invito a que nos mantengamos en las preguntas.
P.D. La sección de comentarios está abierta siempre, si
quieres podemos tener una conversación aquí abajo.
Referencias
Améry, J. (1999). Levantar la mano sobre uno mismo.
España: Pre-Textos.
Comentarios
Publicar un comentario